Hace pocas semanas se estrenó una película española en los cines de nuestro país llamada "El olivo", en el que se narra la historia de una nieta y su abuelo en torno a un olivo centenario, que fue vendido por cuatro perras y sin su consentimiento y fue llevado muy lejos, concretamente a Düsserdolf. El abuelo desde entonces es una sombra de lo que era, e incluso ha enmudecido tras el shock que le supuso la pérdida de este impresionante árbol que era exactamente igual cuando él era joven. El vacío espiritual y físico que le ha provocado su ausencia, incluso provocando que se niegue a comer, hace que su nieta se decida a emprender una cruzada hasta dar con él.
La trama del film estriba en los avatares de la nieta hasta encontrar el árbol y tratar por todos los medios de recuperarlo y devolverlo a su lugar.
No he visto la película, aunque solo por el hecho de contar con Javier Gutiérrez en el reparto merecerá la pena verla, ya que creo que es uno de los mejores actores con gran diferencia con los que contamos en la actualidad.
Pero no voy a hablar de la película, sino de lo que supone para alguien que ha conocido desde su infancia un árbol, y que ha sido parte de su vida.
En mi caso, siento algo parecido con un gran olivo que tengo en Trassierra, a pocos metros de la estación meteorológica, y perfectamente visible en las imágenes de la webcam. Este maravilloso ejemplar me ha acompañado en los últimos 28 años de mi vida, y mientras yo he cambiado bastante, él apenas se ha inmutado.
Aunque no es tan viejo como el elegido para la película, es un ejemplar majestuoso, de unos 2,6 metros de circunferencia de tronco, lo que hace estimar su edad en unos 400 años. Ese tronco retorcido y ya hueco, desgajado por la mitad y que sirve de guarida a pequeños roedores.
En al año 1988, cuando lo vi por primera vez, era prácticamente igual en grosor a como es ahora. 30 años para nosotros es casi media vida, y para un monstruo botánico de esta magnitud, apenas un suspiro.
Hace un par de semanas visité una gran encina que tenemos en una huerta en las afueras de El Viso, que conozco desde que tengo uso de razón. Debe andar por los 450 años, y en más de 40 años, apenas ha cambiado.
En las fotos de los vuelos americanos de los años 1946 y 1956 (colgué varias fotos de Zafrilla y La Veredilla hace unos días), se ve perfectamente el gran olivar que había en la zona de Trassierra (olivos del Hornillo). Aún quedan algunos, y en mi terreno permanecen además de éste, otros cinco más, algo menos espectaculares por tener dos pies, en vez de uno, pero de edades similares.
Hace poco, en unos de mis viajes a Rute, vi un gran campo de olivos de al menos 200 años, todos arrancados de cuajo. Ni siquiera habían sido vendidos para ser sembrados en algún parque de ciudad, simplemente arrancados y dejados morir miserablemente.
Se les podría haber dado otra oportunidad en una nueva ubicación.
Ahora se está sustituyendo el cultivo tradicional del olivar por el olivo en seto, mucho más productivo.
Es muy triste ver esto. Este olivo es para mí mucho más que una simple planta. Ha estado aquí desde mucho antes que yo viniera a este mundo, y lo seguirá estando mucho tiempo después, cuando yo solo sea polvo. Otro que también lo admiró y lo cuidó ya es polvo, mi padre. Cuando ambos lo conocimos, era un par de años más joven que yo ahora.
Y mis hijos y nietos, si lo cuidan y saben valorar lo que realmente vale, seguirán admirándolo, hasta que ellos también sean solo un recuerdo de los que vendrán después. Es algo que no tiene valor material, es mucho más de lo que se puede comprar o vender por dinero.
En cambio en la mayor parte de la Subbética se miman los olivos como si fueran personas. Hay olivares majestuosos de los que he hablado alguna vez. Junto a la encina centenaria ruteña hay olivares con ejemplares que fácilmente superan los 500 años. Y siguen en plena producción.
Son muchas personas las que tienen esa vinculación con un árbol milenario, que han conocido durante toda su vida. Seguro que muchos conocemos árboles maravillosos, auténticos dinosaurios vegetales como sabinas, tejos, encinas, que visitamos regularmente, y que nos hacen ver qué efímera y fugaz es nuestra vida.
O árboles que sembramos en un momento de nuestra vida, y que quedarán formando parte del entorno durante muchos años. Como los que he llevado regularmente a Zafrilla. Y quizá alguien recuerde quién los sembró varias generaciones después. Fue un cordobés que amaba Zafrilla como el que más. Goyo sembró un par de chopos para cada uno de sus hijos en la Fuente del tío Peseto, que perdurarán muchos años. Subo una foto de ambos.
Yo cada vez que miro mi olivo, veo todas estas cosas.
Y me hace valorar aún más la vida.
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